Hoy le vi

Le vi de nuevo, tal como brevemente le vi hace unas cuatro semanas. En aquel entonces no di importancia al asunto, convenciéndome de que era una sola ocasión, y muy especial, además.

Era usual que, siendo día de quincena o cierre del mes, se quedara a trabajar más horas de las normales. Ya ella me había explicado que esos días siempre había más trabajo, que a veces era necesario terminar todo antes del fin de semana o de que empezara el siguiente mes.

Atribuía yo su falta de apetito en esos viernes por las tardes, al estrés de tanta labor, tanta responsabilidad compresa en tan poco tiempo. De seguro por ello también llegaba batida y de mal humor, y lo único que quería era ir a dormirse temprano.

Hoy le vi.

Llegó con un caminar como si bailara, sonreía y platicaba como si fuera alguien distinta, su cabello más suelto, sus manos y gestos en sincronía con las palabras, su boca más roja, y su tez con más maquillaje del que yo recordara se ponía en las mañanas.

Me sentí raro, con una incomodidad de estar ahí, viéndole platicar con tanta emoción, y con una mirada hacia la otra persona que a mí no me ha brindado en años. Por minutos estuve como petrificado. Quise interrumpir a mi cliente y pedirle un momento, para ir a saludarla y de paso conocer el nombre de su acompañante, quien por sus ropas parecía tener éxito en su trabajo. Pero al momento me sentí débil y pesado, como si un gran bulto súbitamente hubiese caído sobre mí. Aparte, mi vaso de agua no competía con sus estilizadas copas de champaña. También, era obvio que al verme su reacción sería de asombro, y le arruinaría la tarde y muy probablemente todo el fin de semana. Lo primordial era que se veía feliz, y no estaba dispuesto a destruir su dicha, por muy pocas horas que ésta durara. Opté mejor por agacharme y esconderme mediante mi cliente, quien de seguro me notaba extraño, pero no caía en cuenta de lo que me sucedía.

Por un momento asumí que no era ella, sino alguien muy parecida, pero su vestido era definitivamente el que había adquirido hace apenas navidad. Al reírse ya no dejó duda: era esa risa casi infantil que yo disfruté durante los primeros años de nuestra relación, y que desapareció de mi entorno por completo. Recordé entonces que así había sido en aquel entonces, con ese caminar, con esos aspavientos al charlar, con esa risa de cascabeles, y con la expresión facial de grandes ojos y sonriente boca que fue lo que me hizo buscarla desde la primera vez que la conocí.

Me sentí como si estuviera en una plática telefónica de años, en donde el inicio fue placentero, pero que a medida que avanzaba la charla, ésta se tornaba incómoda, y que llegó el momento en que ella mejor me puso en espera, con una música de fondo decente pero no del todo grata, llamada en la que yo estaba a punto de desconectar por dejarme tanto tiempo en plantón, pero que algo me hacía sentir que pronto se reanudaría la conversación. Con ésta su sorpresiva presencia, caí en cuenta que mi interlocutora simplemente se olvidó de que yo estaba al otro lado de la línea.

Mi cliente continuaba diciendo cosas a las que yo contestaba un débil ajá, o asentía con la cabeza, pero a las cuales no estaba ya poniendo ni siquiera la mínima atención de cortesía que él merece.

Reaccioné entonces de la forma más cobarde que he hecho en mi vida. Sin dejarlo siquiera despedirse como es debido, ofrecí disculpas a mi cliente diciendo que algo me había caído mal, y que necesitaba alejarme, que le buscaría después. Aproveché el momento en que ellos hablaban con la mesera, quien afortunadamente estaba de frente a mí, y por consiguiente sus miradas iban al otro lado del lugar. Salí aprisa y como de lado. Una vez afuera rodeé por la parte trasera de modo que mi figura fuera lo menos notoria para aquellos que tuvieran vista hacia la calle. Por un momento pensé en quedarme merodeando para verlos despedirse, en parte para recordar ciertos detalles, y en parte para satisfacer mi curiosidad, pero opté mejor por no hacerlo.

Una vez camino a casa reaccioné en que sería solo cuestión de horas en las que ella llegaría poco después, con esa misma actitud de inapetencia y extenuación de cada viernes. Nuestro saludo sería exactamente igual: ella dos palabras, yo dos palabras, ella un simple beso forzado, yo uno que quisiera se extendiera en tiempo y transformara en algo más, ella directo a la cama a ver una película o leer algún libro, yo a refugiarme en mis reportes laborales.

Mi torbellino mental comenzó a perder fuerza mientras cocinaba para nadie. Ella ni siquiera probaría algo, y a mí ya se me había quitado el apetito desde hacía tiempo.

Me quedaría callado al respecto, solo para conservar la acostumbrada calma de los fines de semana, fingiría que mi día estuvo ajetreado y que aseguré estar en la recta final para ganar algún contrato pronto, o para hacer una muy buena venta. Pero en realidad no sabía qué hacer, no atinaba si sugerir el hecho, o seguir con la rutina a fin de evitar una discusión más, o preguntar que hizo ese día, o tratar por enésima vez de entablar una conversación de adultos.

Daban vuelta en mi mente todo tipo de ideas y planes, pero al escuchar la cerradura todo se desvaneció. Escuché sus dos palabras, contesté las mías, recibí un beso ensayado, di uno contenido, le vi irse aprisa y directo a la recámara, di la espalda cerrando los ojos y apretando los labios conteniendo el sollozo.

 

Alegre, lúcida y sonriente, como era, como la conocí, como la persona con la que soñé pasar el resto de mi vida, hoy le vi.

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Escritorcito
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