Publicando imágenes en lugar de texto.

Si eres de los que publican imágenes que copias de otras publicaciones, por favor ten en cuenta lo siguiente.

Algunos me comentan que el publicar fotitos o videítos les es más fácil a muchos porque es más rápido que teclear, pero esto trae consecuencias que la mayoría no alcanza a comprender.

Los vectores de ataque que utilizan los hackers para hacerse de nuestros datos personales son cada vez más sofisticados, y el invitarnos a tocar sobre una imagen, o darle “me gusta”, o cualquier otra artimaña semejante les permite echar un vistazo a nuestra personalidad e identificación. A veces con consecuencias muy serias. ¿Cuántos de nosotros no usamos nuestros dispositivos digitales tanto para uso personal como de negocios? ¿O para trámites bancarios o de gobierno?

Ya no únicamente tratan de infectarnos por medio de correo electrónico o invitándonos a visitar sitios de Internet, ahora su código malévolo está imbuido en dichas imágenes, por medio de las cuales abren un túnel que les permite conocer todo nuestro entorno: familia, trabajo, domicilio, etcétera.

Dichas imágenes alteradas no únicamente hacen esto en los dispositivos que las publican, algunos programas de malware están tan bien hechos que también atacan a los dispositivos que reciben las mismas en cuanto el destinatario las abre.

Otra razón que me dicen causa publicar imágenes en lugar de texto es porque quien lo hace sabe bien que no escribe correctamente. Pero esto es también contraproducente, si no sabe escribir pues muy probablemente tampoco sabe leer bien, y las imágenes que simplemente copia y pega contiene faltas de ortografía o carecen de puntuación adecuada. Además de muy probablemente contener también malware.

Entonces ¿acaso no sería mejor hacer el esfuerzo de enseñarse a escribir?

Nunca es tarde.

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Lo que sirve.

Lo percibes tanto en los poemas como en las películas y en las canciones:

Aparecérteme de sorpresa cuando ambos sabíamos estaba a más de mil quinientos kilómetros de distancia.

Invitarte a la playa, o a otro país, o a la playa de otro país.

Pintarte con acuarela una vela encendida. O con pastel una piedra preciosa.

Llevarte serenata sin fecha especial alguna.

Dedicarte el trofeo ganado en el torneo estatal.

Verte bailando con o del brazo de otro, y hacerme el fuerte.

Cortar las flores de la glorieta y ponerlas en un florero de cristal que sí compré para ti.

Pasearte en motocicleta a velocidad que operaba sin problema, o hacer piruetas en el carro como profesional, que para ti era aterrador y excitante al mismo tiempo.

Resolver de inmediato un problema que tus amigos habían pensado por días sin encontrar solución.

Esperarte por horas a la cita que nunca llegaste.

Dejarme el cabello largo, porque, aunque incomodísimo, a ti te gustaba así.

Prometerte un título, una ruta segura para salir de la pobreza, y un padre del que tus hijos estarían orgullosos.

Alejarme sin causar dificultades cuando me lo pediste, para tú hablar con aquél.

Escribirte un poema que dijiste no era posible que yo lo hubiera hecho.

Entregarte una nuez intacta, que al quebrarla descubre un lapicito.

Darte el larguísimo tiempo que me pediste para arreglar tus asuntos.

Pedirte que te quedes un rato más, para preguntarte algo, y escuchar tu No Puedo.

Escribirte cartas cuando de viaje, tan seguido cuan era posible, en cualquier papel.

Romper mi amistad con X, porque te causaba “desconfianza”, que sé era realmente celos.

Encontrarte en la calle e invitarte de inmediato a tomar un café, sin importarme el trabajo al cual me dirigía.

Contarte anécdotas chuscas, con tal de ver tu sonrisa.

Aguantar tus múltiples errores de juicio.

Dejarte una nota escrita en una hoja de árbol.

Comprar un anillo de compromiso, aunque nunca tuviera la oportunidad de presentártelo tal como debe ser…

Detalles así. En poemas, películas, y canciones.

En mi caso, de nada sirvió.

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Porque acá tu nombre es muy común.

Escapé, al caer en cuenta que todo a mi alrededor me recordaba a ti. Quise huir más lejos todavía, pero las circunstancias impidieron un refugio en algún lugar remoto.

Fue solo hasta que te fuiste que supe era feliz. Allá, al poco tiempo de tu decisión, destruí las fotos, aunque no todas, borré fechas en el calendario, me enfrasqué en nuevas aventuras, nuevas relaciones, nuevas experiencias, con el fin de borrar de alguna forma los recuerdos.

Era casi imposible concentrarme en el trabajo porque el simple hecho de, por ejemplo, tomar el auricular, ese mismo donde escuché cientos de veces tu voz, me recordaba conversaciones, o una simple palabra o dos.

En la calle era peor, pues las risas de los niños sonaban como a la tuya, las ropas de algunas eran parecidas a lo que te gustaba ponerte, los lugares que frecuentábamos se presentaban una y otra vez, independientemente de qué ruta tomara para desplazarme.

Salir de la ciudad de nada servía, pues los pueblos que visitamos hacían más fuerte la cascada de recuerdos que se multiplicaban y traslapaban: las risas con los llantos compartidos, las preocupaciones con los suspiros de alivio, las discusiones con las reconciliaciones, los temores con las palabras de esperanza.

Todo llegaba como en remolino, y de repente me despertaba la voz de quien iba conmigo, dándose cuenta de que mi mente estaba en otro sitio. Y probablemente de que mi corazón también.

Eso afectó una y otra vez a quienes tuvieron la valentía de tratar de ayudarme a reemplazarte.

Nada funcionaba. Me atacaba de repente el recuerdo de mi ruego a que no te fueras, me despertaban mis propios sollozos, me pitaban los vehículos detrás del mío cuando la luz ya se había puesto en verde y yo seguía aturdido por mis pensamientos, salía a correr siempre cuando llovía para que las gotas disfrazaran mis lágrimas y el sonido opacara mi llanto abierto, varias veces me llamaron la atención en las aburridas juntas de trabajo cuando notaban mi mirada hacia la nada y mi mente ausente del lugar.

Aún hoy.

Total, que creí que todo eso se me pasaría en un par de años, mas al no haber sucedido así, opté mejor por el migrar. Malbaraté todo lo que pude, y me deshice de lo que no. Solo conservé lo muy personal, y todo aquello directamente relacionado contigo lo quemé, enterré, o abandoné en lugares donde podría tal vez servirle a alguien. Aunque confieso que algunos detallitos donde existe tu palabra, los tengo aquí.

Lo que al fin me hizo reaccionar fueron las amistades comunes, al notar que tú me habías sustituido, y yo a ti no, aunque estuviera con alguien más. Cuando caí en cuenta que así era, fue justo ahí que decidí el mudarme.

Fue un golpe: tu salida de mi vida se llevó la mitad de la misma.

Quemé carabelas en todos aspectos: a pesar de la promesa de un pronto ascenso, renuncié al trabajo, me despedí de todos, vendí, regalé, tiré, me aseguré de llegar acá justo con lo más mínimo, para con una nueva existencia en un lugar desconocido, sin red social, usando un lenguaje distinto, comenzar lo que sería una vida más feliz, o por lo menos no tan triste como la de allá sin ti.

El inicio me distrajo mucho, pues es difícil recomenzar desde cero tratando de abrirse paso entre la multitud, y establecerse como uno más de los de acá. Lo cual fue bueno los primeros años. Desde el momento de mi partida siento como que es un viaje que nunca ha terminado, como si transito como elemento de un circo, sin descanso, sin un hogar al cual regresar.

En dos palabras, sigues presente.

La edad me ha ayudado a amainar la sensación de vacío, pero los recuerdos brotan al aspirar ciertos aromas de flores, ver sonrisas, escuchar pajaritos o ciertas canciones, y a veces hasta el simple tocarme la piel en lugares que decías eran tus favoritos.

A veces quisiera hacerte llegar el mensaje de que mi promesa sigue firme, aunque sé que estás mejor y muy probablemente mi recuerdo apenas brote como algo que quieres encubrir. Lo entiendo, y concibo también que el tiempo ha cambiado todo. Excepto mi juramento.

Lo peor es que en esta mi gran escapada, me hice caer en una trampa sin darme cuenta: ya no puedo salir de aquí, y si pudiera, es muy probable que a donde quiera que fuera el resultado sería muy semejante.

Ya que resulta que, y aunque al principio creí era simple coincidencia y trascendió que no, muy seguido escucho una palabra que desata todo una y otra vez, que me aprisiona la mente y apachurra el corazón, una palabra de la cual es absurdo escapar. Una simple palabra que no se puede enmascarar, e imposible suplantar.

Pues acá tu nombre es muy común.

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Me atacó de noche.

A pesar del insoportable calor, creyó que ya estaba dormido, pero había cerrado los ojos apenas un par de minutos antes.

Era noche de luna en cuarto creciente, por lo que mediante la luz que entraba por la ventana, y su entreabierta persiana americana, el cuchillo brilló en forma muy extraña y a a la vez hermosa, desplegando un mini arcoíris como en flashazo de cámara vieja, de esas que había que cambiarles las bombillas una vez quemado el filamento.

Ante los policías que llegaron esa misma noche, tres minutos y medio después de llamar, declaré que el cuchillo era un carnicero, pero ante la juez tuve que hacer esfuerzo de memoria para recordar si en efecto era tal, o un cuchillo cebollero, o un aguacatero. Muy probablemente era uno de los dos últimos, pues sabe que soy vegetariano.

El asunto es que, cuando vi su acometida, no solo giré veloz hacia el lado, sino que también me protegí cara y pecho con el brazo izquierdo, sin saber hacia dónde se dirigía el blanco de la punta metálica. En lo abrupto de su embestida y la confusión inmediata de movimientos de cuerpos en lucha y sábanas blancas estorbando los mismos, caí a un lado de la cama y antes de tratar de ponerme de pie -todo esto en cuestión de fracciones de segundo- estiré la mano debajo de la cama para tratar de coger algo que me sirviera como arma de defensa. Más lo único que recuerdo palpé fue un calcetín y un preservativo usado. Curioso, porque tengo la vasectomía hecha desde hace una década.

Regresando al punto que nos atañe, cuando los policías me interrogaban, por más que quería no podía expresarme correctamente, primero por lo súbito del ataque, y también por mi temblor que no cesaba. Pero principalmente porque la mujer policía que me hacía preguntas era muy bella, tenia ojos claros almendrados y labios rosados y carnosos, y al hablar lo hacía con una voz lenta y semi-ronca que parecía más bien alguien tratando de seducirme. Era irresistible.

Puesto que yo balbuceaba toda y cada respuesta, el otro policía aguzaba el oído, y al tiempo escudriñaba mi cuerpo por todos lados para ver si sufría de algún corte o morete o por lo menos un rasguño, y al cabo de unos minutos concluyó que estaba bajo el influjo de alguna sustancia intoxicante e interrumpió el interrogatorio, haciéndome saber que pasados un par de días tendría que acudir a declarar lo ocurrido, cuando estuviera sereno y, sobre todo, sobrio. Solo atiné a asentir con la cabeza, agradecido de que la mujer policía no me torturara más con su presencia. Él me extendió una tarjeta con los datos de contacto y con el garabateado número del caso, al tiempo que ella salía ya con dirección al coche patrulla.

Antes de que cerrara la puerta justo detrás de él, volteó y me dijo que sería bueno que me pusiera ropa, y que debí haberlo hecho en el inter entre mi llamada y su llegada. Ahí reaccioné que estuve desnudo todo el tiempo.

Ante la juez, ya vestido y hasta bañado y rasurado, no atinaba a recordar y responderle por qué no estaba dormido a la hora del ataque, 3:46am, por más que trataba de hacer funcionar mi antes prodigiosa memoria que ahora me fallaba en cuestiones tan elementales y recientes. Solo dije que creía haber estado intercambiando mensajes con viejas amistades antes de irme a la cama, pero nada que recordaba de si en efecto mi atracadora era mi ex o alguien distinto. Lo único que recuerdo es el brillo del cuchillo, el sentir de su brazo al golpe con el mío cuando el arma descendía vertiginosamente hacia mi indefenso y robusto cuerpo, y sus pies girando en veloz escape calzando zapatillas rojas talla 6, saliendo justo por donde entró.

Puesto que nada al respecto podía comprobar, y ni siquiera sufría de herida alguna que ayudara a aseverar lo ocurrido, noté la cara de incredulidad de la juez y los presentes en el precinto, sintiéndome hirviendo, pequeño, y ahora sí, desnudo.

Luego de dos o tres minutos en los que la juez cuchicheó hasta entre risitas con un viejo elemento del juzgado, se dirigió hacia mí, y adoptando una pose de solemnidad me dijo que:

1 me multaría por $1,500.00 por haber utilizado servicios municipales sin resultado positivo

2 debería darme vergüenza el crear historias y estar -a mi edad, así dijo- bajo los influjos de sustancias alucinógenas

3 ser un exhibicionista ante elementos policiacos

4 pasaba a formar parte de la lista negra de la ciudad, y que, en caso de reincidencia a algo semejante, la multa se elevaría a $4,500.00

Y 5, que me retirara ¡pero ya! pues no quería ver mi cara jamás.

Sintiéndome heces fecales durante el camino a casa, y confundido también, al llegar me dejé caer en el sillón sin ganas ni de respirar.

Después de un par de horas decidí que sería mejor desahogarme y tratar de poner todo el asunto en el pasado. Al día siguiente iría a la ferretería a comprar un pasador nuevo para la puerta, y hoy ahogaría mis penas con un trago de buen alcohol, además de llamarle a mi amante en turno para platicarle lo ocurrido.

Ella al contestar noté que sonreía al hablar, eso me alegró de inmediato, y también me animó a ser explícito en mi narración. Así que comencé: no vas a creer lo que sucedió…

Con lujo de detalles platiqué desde el principio de aquella noche, mientras ella me escuchaba con atención. Fue hasta que mencioné que abrí los ojos ante el casi imperceptible caminar lento sobre la alfombra y que alcancé a ver el cuchillo en su raudo descenso que interrumpió: no era un cuchillo sino un hacha…

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El perro que no movía la cola.

Fue muy raro que por fin el perro estaba a la vista de todos, pues Irina, su dueña, caminaba por la banqueta rumbo al parque, su perrito (¿perrita?) amarrado con una correa un poco más larga que las comunes.

Caminaban lento, ella por su enfermedad o lastimadura, ya que nadie sabía qué le aquejaba, el animal por estar atado a la correa, y al mismo tiempo como por no saber a qué velocidad desplazarse, siendo un acontecimiento para todos, y principalmente para él, el estar fuera de casa.

Algunos vecinos le apodaban “la cojita” pero Irina no era coja, solo tenía un andar desbalanceado porque al parecer algo le molestaba en su pierna derecha; o quizá tendría un implante mecánico o qué se yo, la cosa es que caminaba raro, con pasos cortos debido a la rigidez de su lado derecho.

Aunque era seguro que nos identificaba a todos, Irina casi nunca dirigía la palabra a nadie, haciendo muecas y saludos distantes cuando alguno de nosotros nos la encontrábamos de frente, como por cortesía nada más.

De hecho, no era seguro que su nombre fuera Irina, sino que la vecina chismosa (nunca falta una de esas en los barrios) nos había dicho que así se llamaba, pero no había forma de constatarlo. Aparte, decía también que los muchachos que a veces se les veía llegar a casa de Irina, no eran familiares; lo cual nos causaba muchas dudas. A comparación de Irina, en cuestión de edades, los chicos podrían ser sus hijos o sus sobrinos. Algunos opinaban que eran jóvenes que venían de poblaciones lejanas y ella les proporcionaba alojamiento y alimentación por los tres o cuatro días que se les veía entrar y salir de casa.

Lo que sí era claro era que ninguno de ellos sacaba nunca al perro a pasear, ni los muchachos ni Irina. De hecho, aunque se notaba que el animal tendría unos cinco a siete años de edad, por un par de años dejé de verlo. Supuse que habría muerto o que lo vendieron o donaron.

La Chismes aseguraba que los muchachos eran sus amantes, lo cual pocos creían, pero ella insistía en que a veces en las noches al pasar por la casa se oían gemidos y ruidos propios de pasiones encendidas. Irina no era atractiva en lo absoluto, por lo que pensar que los jóvenes tuvieran una relación con ella más allá de lo familiar o en cuestiones de negocios era un ejercicio en futilidad.

Lo que sí es que ellos nunca coincidían, siempre era solamente uno el que vivía ahí por unos cuantos días, y normalmente nunca nos percatábamos de que ya se había ido. Únicamente nos dábamos cuenta que era otro el que ya había llegado días después de que el anterior se fue.

El perro pareciera ser mudo, daba esa impresión porque nunca nadie lo vio ladrar, y digo vio porque, aunque muy rara vez se escuchaban ladridos provenientes del patio de su casa, nadie podía asegurar que eran del perrito o de otro que andaba por ahí atrás y le ladraba a éste.

La cosa es que nos extrañaba a todos el ver a Irina caminar tan lento con su mascota yendo en dirección al parque. Nos preguntábamos si sería capaz -físicamente- de llegar hasta allá con tan lento proceder, y sin botella de agua visible. El perro, azorado, no movía la cola.

Todos los demás chuchos, que eran sacados a pasear a diario, demostraban el regocijo de que alguno de sus dueños los sacara, aunque fuera por esos breves treinta a sesenta minutos que les dedicaban para moverse. El estar encerrados por más de veintitrés horas diarias era un suplicio que sus amos no entendían, y el salir de la prisión causaba en ellos esa alegría que era fácil de detectar al verlos menear la cola, algunos con singular ritmo, y tan emocionados que a veces parecía que la correa reventaría de tanto brinco y jalones.

Pero el perro de Irina parecía can de otro mundo. Daba unos ocho pasos y volteaba a verla con un movimiento casi mecánico, una combinación de incredulidad y desatino a qué hacer. Era casi seguro que su dureza muscular era causada por la sorpresa de encontrarse caminando. Por momentos, la combinación de movimiento lento y cuasi mecánico de ambos semejaba una caricatura, no sabíamos si reír o aplaudir o tomar fotos o ir a ofrecer ayuda.

Entonces, Jason, que fue el primero en darse cuenta de la situación y fue llamándonos para atestiguar el espectáculo, dijo con toda la actitud de un sabelotodo: les apuesto a que de regreso el perrito sí la mueve.

Olivia, siempre la más aplicada en los estudios que todos, reajustándose los lentes de fondo de botella, elevó la voz y lo retó: van $10.00 a que no.

Jason lo había dicho sin real afán de hacer apuestas, pero el hecho de sentirse retado lo hizo asentir de inmediato: ¡Vale!

Ambos voltearon a verme con mirada de tú eres el juez, y procedieron a darme, cada quien, billetes que sumados eran en total $20.00. El de Olivia uno de diez tan plano y limpio que parecía recién impreso. Los dos de a cinco de Jason todos arrugados y desgastados.

Algunos de los muchachos miraron a Jason inclinando la cabeza o sonriéndole o palmeándole en señal de aprobación, mientras que únicamente Mary y yo volteamos con Olivia, Mary quizá por simple solidaridad femenina, yo porque intuía que ella algo sabía en cuestiones de conducta de fauna doméstica.

Sin comunicación hablada, sino mediante ese tipo de entendimiento cuántico que sucede sin que sepamos como, volteábamos a vernos como para establecer quienes irían por bebidas y botana mientras los demás nos acomodábamos en espera del retorno del peculiar par, casi enfrente de su casa.

Sin embargo, apenas nos sentábamos y mirábamos unos a otros y quedamos todos pasmados al darnos cuenta de que ya regresaban, no habían ido hasta el parque, como la mayoría supusimos, simplemente llegaron al final de la cuadra larga y regresaban ya. Irina exhausta y más lenta todavía.

Al darse cuenta de que la observábamos, quiso apresurar el paso como queriendo desaparecer lo más pronto posible tras la puerta de su casa, pero le era dificultoso.

Al pasar justo enfrente de nosotros, con la mirada baja, le decía algo a su mascota, la cual seguía levantando la cabeza cada ocho pasos con mirada y orejas atentas a lo que Irina decía.

Justo cuando nos dio la espalda para subir los escaloncitos de su puerta, sentí que alguien me tocaba el hombro y volteé a ver quién era, para ver la mano estirada de Olivia pidiendo su dinero.

Fue divertido ver que, como en concierto, lo único que vimos menearse fue la cabeza de los muchachos.

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Mis lecciones del 2020

Aunque para muchos ha sido el Annus Horribilis de nuestras vidas, gracias al 2020 mis prioridades se han afianzado y otras han cambiado:

Salud en mi familia, sobre cualquier otra cosa.

Tiempo para aquellos con los que tengo lazos estrechos.

En otras palabras, ocuparme de los que me rodean e importan.

Dedicarme a gestionar que las nuevas generaciones salgan adelante, para ellos las crisis han sido más pesadas que para quienes hemos vivido muchos años.

Procurar siempre ayudar a aquellos que pueden menos que yo, o que saben menos que yo, o que tienen menos que yo. Quienes están en condiciones semejantes o mejores a las mías me verán siempre cordial y amable, pues no sé su historia, pero entendiendo que ellos pueden valerse por sí mismos: si yo puedo hacerlo, ellos también.

De lo material, apreciar su verdadera liviandad:

Tener un buen vehículo es agradable, pero al final lo único que necesito es uno que funcione, que me lleve y traiga a y de donde necesito ir y volver.

El teléfono costoso y la laptop de lujo no son para mí, pues su valor es muy distinto a su precio.

Ya no guardaré esa bebida cara para una ocasión muy especial. El estar hoy, cumple con ese requisito.

De lo frívolo y accesorio:

Los kilos de más o de menos que me indique la báscula, será solo un rango numérico, no han de preocuparme más, siempre que esté sano y me sienta bien.

Lo mismo con la vestimenta, no modas, no marcas, no imitaciones. Lo que me ponga que me haga sentir bien y protegido de los elementos es lo que uso. Una sonrisa franca siempre será la mejor carta de presentación.

Ya:

Beberé y masticaré la comida más lentamente, disfrutando de la dulzura del mango, del amargor del café, de la textura de la sandía, de la suavidad del aguacate, del aroma del pan. Sin prisas, sin fingir que el trabajo es más importante. Si encima, al tomar alimentos se añade la compañía de alguien, disfrutar aún más la presencia de esas personas. Los temas a tratar son infinitos.

El silencio y la inacción no son opciones; si veo una injusticia, haré algo al respecto.

Mis conocidos se convierten en amigos, mis amigos se vuelven familia, mis familiares son yo.

Compromiso:

Prometo que no me dará vergüenza que me vean llorar al abrazar a alguien, pues la mayoría lo entenderá, aunque sé que a más de alguno le dará envidia que yo sí sea capaz y pueda derramar mis lágrimas en público. Ojalá y esto sea más contagioso que los virus.

Ahora entiendo que nuestras vidas comenzaron ayer y terminan mañana, por lo que solo tenemos hoy para enviar ese mensaje, hacer esa llamada, visitar a ese amigo, jugar con alguien.

Lo que viene:

Sé que las lecciones no terminan todavía, así que las espero con brazos, ojos, y mente abiertos.

Que lleguen.

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El veinte por ciento.

Me hubiera gustado mi cuerpo te fuera agradable, por lo menos, el veinte por ciento de lo que a mí me gusta el tuyo.

Me habría conformado con la quinta parte de lo que entregaba, no exigiría más.

Hubiera querido que mi amor por ti reintegrara el veinte por ciento, con eso me hubiera bastado.

Una quinta parte de los detallitos: los sin chiste, y los de larga planeación. Cualquier cosa que me hiciera abrir los ojos de enorme sorpresa, o reírme a carcajadas por la ocurrencia.

Haber sonreído, el veinte por ciento de las veces que tú a mí me entregabas esas sonrisas, las de antes y después de la intimidad. Estaría contento. Sería satisfecho. No pediría más.

Una quinta parte, y tal vez hasta menos, apoyaras mis sueños: los locos y los no tanto. Los tuyos cumplidos, los tuyos completos. Los míos en la lista: pero haber logrado el veinte por ciento, hubiera podido.

Haber obtenido una quinta parte de respuestas a mis palabras cargadas de sentimientos. No en todo momento, ni por todo el tiempo, pero de vez en vez, el veinte por ciento en retorno, algo de regreso. Me hubiera inspirado con eso.

No estoy reclamando, ni quejándome.

Es solo que a veces, al estar dormido, se cumplen mis sueños, me siento completo, no al veinte por ciento, sino satisfecho.

 

Una quinta parte. Eso hubiera sido.

Un veinte por ciento y vida habría obtenido.

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Hoy contigo.

Por la razón que sea, es en estas fechas de celebración para algunos, soez para otros, que se nos exhorta a reflexionar y a comprometernos a ser mejores personas en el año que comienza, que nos da por recordar y meditar.

Muchos de nosotros aprovechamos la ocasión para reunirnos con familia y amigos. Las más de las veces, estas celebraciones resultan ser las más sinceras en cuestión de afecto. Tal vez no tan grandiosas como las de la unión de dos personas, pero sí las más esperadas, sinceras, coloridas, preparadas, y esperanzadoras de todas.

Es probable que pensemos en aquellos que esta vez no nos acompañarán, en aquellos que han dejado este mundo: les recordamos y añoramos mucho. Tanto así que con más de algunos de ellos soltamos lágrimas, suspiros, y hasta palabras en voz baja hacia nosotros mismos.

Si eres como yo, coincidirás en que las ausencias que más pesan son las de aquellos que no están pudiendo haber venido, o nosotros ido a ellos. Las cuestiones económicas, geográficas, laborales, y aquellas que afectan a los que tenemos cerca, a veces no nos permiten darnos la alegría de compartir estas ocasiones con quienes quisiéramos estar.

Pienso mucho en todas aquellas personas que abrazaba hace menos de un año, también en las que afortunadamente pudimos hablar por teléfono y sentir la vibración de nuestras voces a través de las líneas, y hasta en quienes nos hicieron saber su presencia por medio de un mensaje de texto o similar.

 

Pero me he puesto a pensar y a recordar a muchos que no han estado, y que quisiera volver a ver cara a cara para decirles algo, dependiendo del trato que tuvimos hace ya un largo tiempo.

 

Verás: caigo en cuenta que lastimé a varias personas por medio de mis palabras y mis actos. Muchas de esas acciones fueron por falta de madurez o de conocimiento, pero hay ciertas etapas de mi vida en la que era yo un verdadero idiota y ofendía o lastimaba a alguien sabiendo perfectamente que lo hacía. No tengo excusas válidas para preparar el ofrecerles una disculpa, por lo que me gustaría verlos de frente y que escuchen mi voz y vean a mis ojos cuando les diga esas palabras.

 

Del mismo modo, hay algunas personas que me dañaron en gran medida. Y me es aún más urgente el acercarme a ellas para manifestarles que no les guardo rencor y nada tengo que reprocharles.

No quiero decir que el hecho que les haya perdonado significa que he olvidado. Hay muchas cosas que permanecen en la memoria y algunas todavía duelen al ser recordadas. Pero comprendo ahora que todos somos humanos, y que no todos tenemos las mimas oportunidades de educación o relaciones que otros obtenemos.

De cierta forma, esas acciones me hicieron ser la persona que hoy soy, y es muy factible que fueron la causa principal que me hizo saber el daño que causan las acciones, palabras, omisiones, y hasta la inacción de mi parte.

 

En fin, que hace falta llenar esos huequitos vacíos del corazón.

Tener esas charlas, estrechar esas manos, darnos esos abrazos sinceros, vaciar esos sacos llenos de pesadas piedras con un simple “por favor perdóname.”

 

No puedo hacerlo esta vez, pero espero que pronto estés escuchando de mi viva voz estas palabras, en lugar de leerlas. Por el momento, por lo menos en pensamiento, estoy contigo.

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Dentro de mi tumba

Dentro de mi tumba:

yazco inerte,

mi espíritu quebrado al fin.

Mas mi mente apenas activa,

se llena de arrepentimiento

por no haber arriesgado más,

bifurcando los Si Hubiera

cual ramas de sauce llorón.

¿Mi corazón?

Ese murió hace años.

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Padre universal

No entendía, papá, no sabía.

“No es uno hijo, sino hasta que se convierte en padre.”

 

Es apenas ahora que los muchos años me han dado duras lecciones que comprendo. Que por fin entiendo.

Abandonaste tus sueños, tus empresas, tus planes, y tu estilo de vida en el momento mismo en que supiste que te convertirías en padre de familia.

Tus prioridades cambiaron en un segundo, y dejaste de darte gustos, de ver por ti.

Le mostraste en ese mismo instante tu valía a la madre de tus hijos, sin necesidad de palabras, pues es seguro tu semblante cambió también. Adiós muchacho, bienvenido señor.

 

Sé, ahora, que ya no importó el continuar ahorrando para comprar ese reloj que te gustaba. Que cambiaste las camisas de porte fino por las de oferta, pues tus críos necesitaban zapatos.

 

Que enfrentaste retos, obstáculos, y a otros; y que mental y físicamente tuviste que aguantar insultos, atropellos, discriminación, golpes, traiciones, burlas, y no sé cuántas cosas más, y hasta de las personas más cercanas, a fin de que tu familia no sufriera.

 

Suponía, en mis años mozos, que tus amoratadas uñas y las cicatrices nuevas en tus manos eran por simple descuido. Ahora sé que la aparente desidia de ir al dentista era porque el costo era muy alto, comparado con lo que costaba la despensa mensual, y preferiste aguantar dolor y perder piezas dentales. Ahora sé que destruiste tu cuerpo a base de trabajo duro y sacrificio físico.

 

Te vi llegar exhausto tras largas jornadas de trabajo, arrastrando los pies y con energía apenas suficientes para alimentarte y llegar a tu cama. Solo para levantarte temprano al siguiente día y continuar la labor de proveer, por años.

 

Que lloraste en silencio, cuando nadie te veía, por no poder encontrar empleo, o no tener uno mejor remunerado. O por haber tomado una difícil decisión creyendo haberte equivocado y por consiguiente afectado a tus hijos.

 

Vi, cuando la economía familiar estaba en ceros, que tu anillo tan bonito, simplemente dejó de estar en tu anular, de repente y para siempre.

 

Que comías las sobras, o la comida fría, o saciabas tu hambre con pan, a fin de que los elementos nutritivos en tu mesa fueran aprovechados por tus hijos.

 

Que, en los momentos de crisis, estoicamente fingiste ser fuerte cuando por dentro sentías que te derrumbabas, porque las circunstancias requerían un ídolo, y no había alguien más.

 

Que tus ejemplos son, por mucho, lecciones más valiosas que aquellas por las que tiene uno que pagar en la universidad.

 

Que sonreías orgulloso a espaldas de tus hijos el día que uno de ellos te ganó una partida de ajedrez, o un juego de tenis, o cuando te pasó con facilidad en una carrera, o cuando caíste en cuenta que su educación, razonamiento, o memoria ya estaba muy por encima de los tuyos.

Como que valió la pena. Pensaste.

 

Pero todavía con eso, entiendo todo lo que has sacrificado, sin esperar a cambio ni siquiera palabras agradables, pues te has forjado soldado de la vida.

“Me sirve tu batalla, sin medalla.”

 

Total, que, papá, sé ahora, por fin, que no se te ha reconocido ampliamente. Y entiendo, al mismo tiempo, que no lo consideras necesario, ni lo esperas ni quieres siquiera.

 

Me gustaría que la estafeta que me has dado sea entregada con el mismo esfuerzo y firmeza al final de mi turno.

Aunque sé que, en mi caso, el alumno no superará al maestro.

 

Gracias, PADRE.

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