Tendría unos veintitrés años, y me encontraba en el último semestre de la carrera de ingeniería en comunicaciones y electrónica, por lo que mi servicio social era lo primero que atendía todos los días que el trabajo me lo permitía. En una ocasión, los ingenieros que nos supervisaban discutían airadamente algo que a los cuatro estudiantes que nos encontrábamos ahí nos parecía importante, tanto por lo prolongado del asunto, como por el tipo de palabras que utilizaban.
Al cabo de un rato, el ingeniero Garza se aproximó a nosotros y después de lo que pareció un corto cálculo de quién era el más alto, me llamó: “suertudote, deja lo que estés haciendo, lávate muy bien las manos y la cara y ponte ésta bata blanca. Tráete aquél maletín de pruebas.”
Así nada más. El laboratorio se encontraba en el Centro Médico de Occidente, a escasos trescientos metros de la unidad de emergencias y de la torre de especialidades, a la cual tendría que acompañarlo.
Durante el trayecto estuve muy platicador, él solo me escuchaba sin poner mucha atención a mocedades. De repente nos encontramos en el piso donde se estaban las unidades de CI (cuidados intensivos). Me pidió que estuviera muy tranquilo y callado, explicándome que íbamos a entrar a una sala donde se encontraban varios pacientes muy delicados, algunos muy sensibles al ruido y la luz, y que necesitábamos hablarnos muy de cerca y muy bajito. En la antesala o recepción había, aparte de las enfermeras, un par de guardias que me hacían sentir como que ciertos pacientes eran alguien importante, pero no supe en cuál de las salas se encontraban tales personas, si acaso era así. Me indicaron abotonar por completo mi bata, ponerme un cubre bocas, un gorro de tela transparente, y cubiertas también de tela para los zapatos. Antes de entrar era necesario refregarse las manos con un gel esterilizador también.
Entramos y la distribución de las camas y los aparatos a sus alrededores me dejaron boquiabierto. Yo ya conocía muchos de los mismos: electrocardiógrafos, monitores de presión y temperatura, bombas mezcladoras de sueros y medicinas, oxigenadores, electroencefalógrafos, y muchos otros aparatos hidráulicos y mecánico controlados por electrónicos. Pero ver tantos en un mismo lugar, y muchos de ellos conectados a los pacientes, me hizo entender de súbito la importancia de nuestro laboratorio. Era un salón enorme y obscuro, hasta se sentía frio a pesar de que las atenuadas luces de los monitores y tanto aparato prendido. En cada pared había dos camas, de modo que, si alguien se paraba justo en medio, veía dos pacientes en cada punto cardinal.
Garza me indicó a señas que dejara el maletín en una mesa o escritorio a la derecha de la entrada, y que la abriera. Casi al oído me dijo que me dirigiera a la cama número cuatro, y que calibrara el electrocardiógrafo en el menor tiempo posible, pero que me asegurara que la calibración fuera exacta: habría que silenciar la alarma, desconectar las terminales del aparato, el cual medía al paciente en dicha cama, conectar mis implementos electrónicos, ajustar varios controles dentro del mismo, dejar ciertos valores a un nivel específico, volver a conectar las terminales que van al paciente, y reactivar la alarma una vez que la lectura se ha estabilizado. Una vez hecho esto, proceder a la cama número cinco y hacer lo mismo. Mientras yo hacía todo eso, él se encargaría de otros tres o cuatro aparatos en otras camas.
En la sala habría ocho camas en total, seis de las mismas estaban ocupadas.
Desde el momento en que entramos, y tras mi rápido voltear a ver todo, caí en cuenta que en la cama que estaba justo a la izquierda, muy cerca de la entrada, se encontraba una señora de no muy avanzada edad, pero que era seguro estaba en muy mal estado: sueros, EKGs, respirador, y otros muchos elementos estaban conectados a su cuerpo. Apenas giró lento la cabeza cuando entramos, y desde ese momento sentí su mirada clavándose en mí y siguiéndome hacia donde fuera, sin perder detalle de lo que hacía.
Yo sabía perfectamente cómo calibrar esos aparatos, lo había estado haciendo por semanas, solo que en el laboratorio, y no en la sala de CI del centro médico. Así que estaba nervioso, pero muy consciente de que debía hacer mi trabajo excelentemente. Un sudor frío en la frente no me dejó desde el momento que cancelé la alarma del primer aparato, pero era más mi nerviosidad por la quemante mirada de la señora que por la delicadeza de mi labor. No me atrevía a voltear a verla, pues era tan intensa su mirada que hacía que los vellos de mi cuello se erizaran con cada respiro.
Terminé y lo único que quería era salir de ahí, ambos pacientes a los que desconecté más bien parecían cadáveres, y aunque sus signos vitales estaban ahí, para mi estaban más del otro lado. Me dirigía hacia Garza para decirle que ya había terminado, cuando él con la mirada y un gesto manual indicó que todavía necesitaba más tiempo, y que mientras calibrara yo también el de la número seis.
Ahí sí que se me hicieron las piernas como de atole. Los números de las pantallas en esa cama estaban muy distintos a los que yo estaba acostumbrado a ver, principalmente el electrocardiógrafo, que parecía indicar que el paciente acabara de hacer un gran esfuerzo, de tan rápido que marcaba los pulsos. Yo había visto la cama vacía, pero al acercarme me percaté que el paciente era una niña, tan pequeña y frágil que me sentí el ser humano más fuerte, sano, y afortunado que existe en el planeta. Si los dos aparatos previos habían sido calibrados a la perfección, éste quedaría al nivel de un Dios electrónico. Con más sudor, lágrimas en los ojos, y un indescriptible temblor por sentir tanta responsabilidad, y por comprender de repente muchas cosas en las que antes no había reparado, hice todo casi en automático. Mi mente me hacía sentir tranquilo, a pesar de mi leve e incontrolable tiritar, pero me sentía aún más incómodo por los ojos todavía clavados sobre mí.
Terminé y en voz muy baja balbuceé algo simple hacia la inconsciente niña: “que te alivies pronto.” Al levantar la vista hacia Garza noté que ya él había terminado y me esperaba junto a la mesa de la entrada. Aun así, no volteé a ver a la señora, en parte por respeto y en parte porque sentía tan fuerte su mirada que no quería que penetrara mis ojos, no sé por qué.
Garza me pidió que guardara todo en su lugar correspondiente en el maletín mientras él salía primero a llenar formatos y reportes. Y salió. El sellar de la cerradura me hizo sentir un escalofrío general brusco y veloz.
Acomodé todo lo mejor que pude, y al cerrar el maletín y colgármelo al hombro, giré hacia las camas de una en una y en orden, asegurándome que todos los aparatos presentaran lectura. Al llegar mi vista a la última, bajé la mirada para enfrentar a la señora. Corrían las lágrimas por sus mejillas, pero no era dolor lo que sentía: sino un agradecimiento hacia mí por contribuir, con mi tan breve tiempo ahí, a ayudar con la vida de todos ellos. No hubo necesidad de palabras, su mirada me decía todo. Mi asentir antes de tomar la puerta le indicó un “por nada” que estoy seguro no hizo caso del mismo, pues insistió con un par de rápidos parpadeos.
Hace ya décadas de eso. Ya olvidé el número del piso donde se encontraba la unidad de CI, la cara de Garza e incluso su apellido real, la distribución de las camas, las marcas de los aparatos, e incluso el tamaño o color del cabello de la niña.
Pero cada vez que me vienen a la mente esos ojos llenos de gratitud, mi cuello reacciona: la mirada de esa señora sigue quemándome, aunque de buena forma, pues me hace darme cuenta que estoy bien, independientemente del desierto que atravieso hoy, estoy excelentemente bien.
Señora, dondequiera que esté, gracias a usted.