El perro que no movía la cola.

Fue muy raro que por fin el perro estaba a la vista de todos, pues Irina, su dueña, caminaba por la banqueta rumbo al parque, su perrito (¿perrita?) amarrado con una correa un poco más larga que las comunes.

Caminaban lento, ella por su enfermedad o lastimadura, ya que nadie sabía qué le aquejaba, el animal por estar atado a la correa, y al mismo tiempo como por no saber a qué velocidad desplazarse, siendo un acontecimiento para todos, y principalmente para él, el estar fuera de casa.

Algunos vecinos le apodaban “la cojita” pero Irina no era coja, solo tenía un andar desbalanceado porque al parecer algo le molestaba en su pierna derecha; o quizá tendría un implante mecánico o qué se yo, la cosa es que caminaba raro, con pasos cortos debido a la rigidez de su lado derecho.

Aunque era seguro que nos identificaba a todos, Irina casi nunca dirigía la palabra a nadie, haciendo muecas y saludos distantes cuando alguno de nosotros nos la encontrábamos de frente, como por cortesía nada más.

De hecho, no era seguro que su nombre fuera Irina, sino que la vecina chismosa (nunca falta una de esas en los barrios) nos había dicho que así se llamaba, pero no había forma de constatarlo. Aparte, decía también que los muchachos que a veces se les veía llegar a casa de Irina, no eran familiares; lo cual nos causaba muchas dudas. A comparación de Irina, en cuestión de edades, los chicos podrían ser sus hijos o sus sobrinos. Algunos opinaban que eran jóvenes que venían de poblaciones lejanas y ella les proporcionaba alojamiento y alimentación por los tres o cuatro días que se les veía entrar y salir de casa.

Lo que sí era claro era que ninguno de ellos sacaba nunca al perro a pasear, ni los muchachos ni Irina. De hecho, aunque se notaba que el animal tendría unos cinco a siete años de edad, por un par de años dejé de verlo. Supuse que habría muerto o que lo vendieron o donaron.

La Chismes aseguraba que los muchachos eran sus amantes, lo cual pocos creían, pero ella insistía en que a veces en las noches al pasar por la casa se oían gemidos y ruidos propios de pasiones encendidas. Irina no era atractiva en lo absoluto, por lo que pensar que los jóvenes tuvieran una relación con ella más allá de lo familiar o en cuestiones de negocios era un ejercicio en futilidad.

Lo que sí es que ellos nunca coincidían, siempre era solamente uno el que vivía ahí por unos cuantos días, y normalmente nunca nos percatábamos de que ya se había ido. Únicamente nos dábamos cuenta que era otro el que ya había llegado días después de que el anterior se fue.

El perro pareciera ser mudo, daba esa impresión porque nunca nadie lo vio ladrar, y digo vio porque, aunque muy rara vez se escuchaban ladridos provenientes del patio de su casa, nadie podía asegurar que eran del perrito o de otro que andaba por ahí atrás y le ladraba a éste.

La cosa es que nos extrañaba a todos el ver a Irina caminar tan lento con su mascota yendo en dirección al parque. Nos preguntábamos si sería capaz -físicamente- de llegar hasta allá con tan lento proceder, y sin botella de agua visible. El perro, azorado, no movía la cola.

Todos los demás chuchos, que eran sacados a pasear a diario, demostraban el regocijo de que alguno de sus dueños los sacara, aunque fuera por esos breves treinta a sesenta minutos que les dedicaban para moverse. El estar encerrados por más de veintitrés horas diarias era un suplicio que sus amos no entendían, y el salir de la prisión causaba en ellos esa alegría que era fácil de detectar al verlos menear la cola, algunos con singular ritmo, y tan emocionados que a veces parecía que la correa reventaría de tanto brinco y jalones.

Pero el perro de Irina parecía can de otro mundo. Daba unos ocho pasos y volteaba a verla con un movimiento casi mecánico, una combinación de incredulidad y desatino a qué hacer. Era casi seguro que su dureza muscular era causada por la sorpresa de encontrarse caminando. Por momentos, la combinación de movimiento lento y cuasi mecánico de ambos semejaba una caricatura, no sabíamos si reír o aplaudir o tomar fotos o ir a ofrecer ayuda.

Entonces, Jason, que fue el primero en darse cuenta de la situación y fue llamándonos para atestiguar el espectáculo, dijo con toda la actitud de un sabelotodo: les apuesto a que de regreso el perrito sí la mueve.

Olivia, siempre la más aplicada en los estudios que todos, reajustándose los lentes de fondo de botella, elevó la voz y lo retó: van $10.00 a que no.

Jason lo había dicho sin real afán de hacer apuestas, pero el hecho de sentirse retado lo hizo asentir de inmediato: ¡Vale!

Ambos voltearon a verme con mirada de tú eres el juez, y procedieron a darme, cada quien, billetes que sumados eran en total $20.00. El de Olivia uno de diez tan plano y limpio que parecía recién impreso. Los dos de a cinco de Jason todos arrugados y desgastados.

Algunos de los muchachos miraron a Jason inclinando la cabeza o sonriéndole o palmeándole en señal de aprobación, mientras que únicamente Mary y yo volteamos con Olivia, Mary quizá por simple solidaridad femenina, yo porque intuía que ella algo sabía en cuestiones de conducta de fauna doméstica.

Sin comunicación hablada, sino mediante ese tipo de entendimiento cuántico que sucede sin que sepamos como, volteábamos a vernos como para establecer quienes irían por bebidas y botana mientras los demás nos acomodábamos en espera del retorno del peculiar par, casi enfrente de su casa.

Sin embargo, apenas nos sentábamos y mirábamos unos a otros y quedamos todos pasmados al darnos cuenta de que ya regresaban, no habían ido hasta el parque, como la mayoría supusimos, simplemente llegaron al final de la cuadra larga y regresaban ya. Irina exhausta y más lenta todavía.

Al darse cuenta de que la observábamos, quiso apresurar el paso como queriendo desaparecer lo más pronto posible tras la puerta de su casa, pero le era dificultoso.

Al pasar justo enfrente de nosotros, con la mirada baja, le decía algo a su mascota, la cual seguía levantando la cabeza cada ocho pasos con mirada y orejas atentas a lo que Irina decía.

Justo cuando nos dio la espalda para subir los escaloncitos de su puerta, sentí que alguien me tocaba el hombro y volteé a ver quién era, para ver la mano estirada de Olivia pidiendo su dinero.

Fue divertido ver que, como en concierto, lo único que vimos menearse fue la cabeza de los muchachos.

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Escritorcito
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