Así, como normalmente te llegan los recuerdos de alguien que tienes tiempo sin ver, o a alguna persona querida que aunque has visto recientemente añoras volver a ver pero pronto, ya. Así sucedió.
Y es que no entiendo cómo se forman las cosas tan enredosamente a veces, como cuando sueñas: de repente tu amiga está ahí pero también está tú familia que no la conoce, en un cuadro totalmente fantasioso, pero siendo siempre algo que al despertar quisieras que continuara o se transformara en realidad. También, como cuando recuerdas a alguien en un momento importante de tu vida: en tu graduación, el nacimiento de alguien, la fiesta de Año Nuevo, etcétera.
Lo curioso es que, esta vez, ni soñando despierto ni nada, muy de buenas a primeras me aparecí en mi mente: solo que era el niño de mí: aquel que le gustaban los pantalones cortos y las camisetas ligeras, que le encantaba jugar en los montes de tierra fresca que dejaban las trocas para la construcción de casa o calles; y para quien las pelotas eran definitivamente el mejor invento del ser humano.
A excepción del “¡Hola, señor!” mirado, no expresado. Y del “¡Hola! Me da gusto verte tan infantil.” De respuesta visual, no me hablé para nada. Solo me miré: el niño me veía con abiertísimos ojos que expresaban una sorpresa enorme de verse tan viejo, tan formal y finamente vestido, tan alto y tan fuerte; en ese orden de importancia, y yo… pues le miraba con una nostalgia llena de recuerdos que me vibraba en los huesos y salía torpemente a través de todo mi cuerpo, y que de seguro se manifestaba más en el área geográfica de mi semblante, siendo su capital los ojos.
Y así tan de repente como me vine, me fui.
¿Por qué me llegué a la mente? ¿Cuál era el mensaje? ¿Por qué ahora? No tengo respuestas.
El hecho es que a partir de esta visita, estoy seguro vendrán más tampoco anunciadas. Ya de por sí no he dejado de recordar y añorar…
¡Ah! ¡Que niños! Tan ocurrentes.