Tierra Herida

Escritora invitada: Ana Minerva Jiménez de Lara Magaña


No recuerdo cuándo empecé a hablarle a la tierra o ella a mí. Tal vez fue el día en
que desenterré unos gastados tenis de adolescente. ¿Por dónde anduvieron antes?
¿Cómo llegaron ahí? No eran lo que yo buscaba, pero los acerqué a mi pecho como
si abrazara a quien caminó con ellos.


Mi hijo me decía que yo hablaba dormida. Ahora, en las madrugadas sin él,
creo que sigo hablando en sueños, pero también despierta. Le pregunto a la tierra
si lo tiene, si me lo guarda, si puede darme algo suyo. Un botón, una pertenencia,
un hueso. Cualquier cosa. Algo con lo que pueda tenerlo otra vez, aunque sea en
un fragmento de lo que fue.


Hoy, como siempre, nosotras, las que buscamos, llegamos al final. Después de los
que hicieron de esta tierra una tumba, después de la policía, después de que los
demás se marcharan dejando este rancho solo, lleno de murmullos que arrastra el
viento. Nosotras llegamos con nuestras palas, con nuestras varillas, con nuestras
manos ya curtidas. «Donde duele, hay que buscar», nos decimos unas a otras. Así
lo aprendimos, así lo hemos vivido. El suelo se resquebraja, nos responde. Si
sabemos leerlas, sus grietas nos revelan su secreto.


Llevo en el bolsillo el silbato de mi hijo, el mismo con el que anunciaba su
llegada a casa. Sabía cómo sacarme una sonrisa, cómo romper la rutina. Me aferro
a él cada vez que cavo, como si fuera un ancla. Ahora calla casi siempre… hasta
que hago un hallazgo. Entonces recupera su voz; se rompe en grito.


Aquí, en esta tierra herida, encontramos más de lo que podíamos imaginar:
vestimentas, huesos y montones de cenizas. No fue miedo lo que sentí, sino ese
dolor que nace en las entrañas y se expande en el cuerpo hasta volverse rabia.
Tuve la certeza de que teníamos que hacerlo porque nadie más lo haría. Nosotras
somos quienes buscamos, las que devuelven los nombres a sus familias, las que
gritan lo que otros deciden callar.


A veces, cuando alguien encuentra algo, se queda inmóvil. No hace falta
decir nada. Nuestras miradas se entienden. Sabemos lo que significa. En esos
momentos, la tierra nos devuelve algo a cambio de un pedazo de alma.


Hoy estuve a punto de sonar el silbato, pero me detuve en seco. Al observar con
mayor cuidado, lo reconocí. No podía hablar. No quise. Me quedé con él en las
manos, lo palpé con detenimiento. Las sienes me reventaban, me faltaba aire. Al
mismo tiempo, quería aventarlo y no soltarlo. Una mezcla de rabia y alivio. Un golpe
brutal me sacudió: ¿Y ahora, cómo aprendería a vivir sin la tierra llamándome, sin
la necesidad de excavar?


Me han dicho que debería dejar esto, que me daña, que debo aprender a
soltar.


No entienden.


Aún con la respuesta en mis manos, no puedo detenerme.


No solo es mi hijo, hay demasiadas heridas abiertas. Demasiados nombres
bajo tierra.


Aprieto el silbato en mi mano. El frío del metal recorre mi piel. Su silencio
vibra entre mis dedos. No suena, pero me dice algo.


No busco solo por mí.


Busco por cada desaparecido.


Hoy busco, buscamos, porque la tierra sigue llamándonos. No podemos
abandonarla. Si nosotras nos vamos, ¿quién quedará para escucharla?

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