No revelaba su secreto a los más cercanos amigos ni a sus seres queridos. En realidad, no corría, esto es, no como profesional o para ganar alguna medalla o dinero por sus esfuerzos.
A todo mundo decía que corría, entrenaba, y participaba en carreras para estar en forma, para conservar la salud.
En realidad, no era así.
Escogió mudarse a Seattle por el clima, había hecho su tarea con enfoque y, aunque la costa este de los Estados Unidos era atractiva también, Seattle parecía tener más naturaleza cercana, montañas, ríos, lagos, y principalmente, mucha lluvia todo el año.
Ese era el punto, la lluvia, era la máscara que necesitaba para poder ejercer su disimulado acto. Había otras formas de externarlo, pero por muchas razones, la lluvia le atraía más. Era más natural.
Aunque participaba en carreras cortas, 5 u 8 km; y de vez en vez en muy largas: medio maratón y maratón completo, se especializó en las de 10 km. Era la distancia más apropiada, pues podía cubrirla entre 45 y 60 minutos. El tiempo ideal para lograr su propósito.
En casa no podría haberlo hecho. Las paredes de éstas dejaban pasar los sonidos, y aunque algunas veces atenuaban lo suficiente, si alguno de sus hijos ponía atención, podría haberlo descubierto.
El tratar de hacerlo alejado, digamos en un parque a las orillas de la ciudad no funcionaba: siempre había gente en los mismos. Y curiosamente, en los lugares donde pareciera haber menos personas, llamaba la atención que él solo anduviera por ahí, por lo que la curiosidad de éstas hacía que lo siguieran a cierta distancia, o probablemente mediante binoculares para observarlo.
Hacerlo en el vehículo era prácticamente imposible, pues las avenidas siempre estaban atestadas, y las calles más solitarias estaban también rodeadas de casas cuyos habitantes de seguro se darían cuenta de su actividad.
Así de que buscaba con ansiedad y hasta desesperación carreras que tuvieran lugar en días lluviosos: cualquier época del año menos el verano, pues durante el mismo no llovía constantemente.
Cuando participaba en alguna carrera, si no llovía, tenía que aguantarse y fingir que trataba de lograr el mejor tiempo posible, de deshacerse de esos kilos de más que cargaba, principalmente en el abdomen, pues su metabolismo de hombre de más de 45 años hacía que ahí mismo se acumulara la tan difícil de eliminar grasa.
Al comenzar la carrera, en cuanto sonaba el toque de salida, sonreía si la lluvia ya estaba presente. No importaba si era solo una simple brisa, un chispear suave, o si las gotas eran grandes y sonoras. Lo importante era que cayera.
En dichos eventos, esperaba a que transcurriera una de dos cosas: que su cronómetro marcara quince minutos, o que las indicaciones de la ruta marcaran el kilómetro tres.
Esa era la señal.
Ya empapado, a partir de ese momento y hasta cruzar la línea de meta, su cara se transformaba en lo que para cualquier observador dijera que el esfuerzo lo hacía poner cara de sufrimiento, muy probablemente poque corría a una velocidad mayor a la que su cuerpo debería hacerlo.
Pero, no era su expresión causada por dolor físico alguno.
Sí, sí tenía dolor, en el alma.
Únicamente en las carreras con lluvia era cuando se desahogaba, por más de media hora dejaba salir sollozos suaves que se confundían con el jadear de él y los demás corredores a su alrededor, y las miles de lágrimas que salían de sus ojos se mezclaban con la lluvia en su cara.
Ese era su remedio para tanto dolor acumulado por años.
La lluvia, al correr.