Si alguien me hubiera vaticinado hace cinco años lo siguiente, estaría revolcándome a carcajadas:

“En el transcurso de un mes, verás a tu hija ganar una medalla de plata y otra de bronce en las competencias provinciales. Dos días después correrás una carrera de 10 Km logrando un tiempo de alguien cinco años más joven que tú. A los pocos días estarás enviando tu primera novela a un concurso literario. La mesa gerencial de tu cliente principal firmará un nuevo contrato de trabajo diciéndote que la empresa está muy contenta con tus servicios. Tres domingos después de la carrera estarás corriendo fácilmente y sin parar ni problemas ni dolores 16 Km en preparación para un medio–maratón. Al día siguiente estarás bailando, cantando, brincando y gritando a escasos metros del escenario donde se presenta primero Kool and the Gang y después Van Halen. Ahí mismo en la ciudad donde vives, que será a la fecha catalogada como la número uno en calidad de nivel de vida en el mundo, llegarás a tu casa un viernes por la tarde después de una semana de trabajo para ser recibido con besos y abrazos por tu esposa y tres preciosos y sanos hijos…”

Allí, en esa última frase hubiera dejado de carcajearme y le hubiese exigido a la médium que parara de hablar ya.

Todo eso, así en conjunto y todo en el transcurso de menos de un mes, es como un sueño. Es más, ni en mis más alocadas quimeras hubiera fantaseado con semejantes sucesos y hechos.

¿Un millón de dólares? No lo tengo. Ni siquiera un millón de pesos.

¿Fama? Ni siquiera a nivel de ciudad.

¿Belleza? Solo en la uña del meñique izquierdo.

¿Genio? Ni por lo menos algo parecido a la lámpara de aceite.

Todo junto: un millón de dólares, fama, belleza y genialidad ¿a cambio del mes que acabo de vivir? No, gracias. Estoy muy bien así.

De hecho, hasta me envidio.