Desde mucho antes de empezar la semana lo sabía. Habría cosas que me recordarían a ti justo en éstas fechas. Desde las cuestiones de arraigo sangriento hasta las de las probables noticias vespertinas, traté de ignorarlo todo lo más que pude. Comenzó la semana y me ataree a más no poder. Estoicamente soporté el amanecer del miércoles, su medio día y avanzada tarde; mi mente estuvo en todos lados y enfocada a cualquier cosa cerca de mí y lejos de ti.
Sin embargo llegó la noche: un solo segundo en el que escuché las notas musicales de una canción basto para reventar el cascarón en el que me envolví. Salió –explotó- un suspiro, los ojos ya rasos, la respiración agitada, los oídos atentos… no quedó más remedio que rendirme al espectáculo visual y auditivo: una cosa llevó a otra y recordé aromas, paisajes, sabores, lugares, sonidos, etapas, voces, nombres. Absolutamente todo lo que uno puede recordar regresó a velocidades inmanejables, todo de nuevo implotó en mí.
Y lloré, no amargamente, sino silenciosa y nostálgicamente: como me hubiese haber estado contigo en ésta fecha, a pesar que sabía de haberlo hecho la siguiente despedida iba a ser más dolorosa. Lloré por ti.
A la fecha sigo suspirando, más que las ocasiones anteriores en las que he llorado también, ésta vez duele algo distinto.
Nada más me queda por hacer.
Llorar por ti, tierra mía.